Por Benjamín Prado
Joaquín Sabina en 1986 o 1987 ya era, como lo es hoy, un
cantante muy conocido que llenaba plazas de toros y estadios de fútbol en sus
conciertos y con el que no resultaba fácil ir por la calle, soportando el
continuo acoso por sus seguidores, algunos de los cuales, por cierto, eran
tipos de no muy buena catadura, de ésos con los que uno podría compartir una
moto, pero jamás una toalla.
Creo que si había algo que le gustase a Sabina era salir a
cenar con su admiradísimo Rafael Alberti, su poeta favorito junto con Neruda y
Vallejo; y yo, amigo de los dos, organizaba de vez en cuando encuentros en los
que todos lo pasábamos muy bien y en los que podían ocurrir cosas notables como
aquella segunda visita a los muros de la Real Academia Española, de la que
antes he hablado.