Armando Yero La O
Cuando escucho a un hombre decir que no le teme a nada,
inmediatamente pienso en lo mal que miente. Nuestra masculinidad no escapa al
escalofrío que paraliza los sentidos cuando la vida nos enfrenta a cosas que no
podemos superar, como la muerte tal vez. Pero existe un miedo peor que ese, uno
que nos anula y convierte nuestra dignidad de machos en comida para puercos. Es
la disminución gradual e inexorable del poderoso impulso hidráulico que levanta,
triunfante y alegre, el músculo más preciado de la anatomía varonil, con el que
damos y recibimos el más excelso de los placeres.
¿Acaso hay temor mayor a no poder mantener el estandarte en alto frente a la
batalla que se avecina o ya de lleno en el fragor del combate? Estoy seguro de
que muchos grandes generales de la Historia no se preocupaban tanto por ganar
una guerra convencional como por quedar bien con su concubina. Estoy seguro de
que Napoleón no pensaba en la humillante derrota que se le avecinaba en Waterloo,
sino en cómo se iba a presentar en el lecho con Josefina. ¿Se le alzaría su
bauprés con la rigidez y resolución de sus días juveniles? ¿Alcanzaría su
músculo reproductor el empuje deseado para que la emperatriz gritara de alegría
sobre la resbaladiza cucaña? Ese, sin duda alguna, era el verdadero miedo del
gran Corso.
El miedo cerval al inevitable derrumbe eréctil es el primero
entre todos los miedos a los que puede enfrentarse el hombre, por lo menos,
aquel que se respete. Porque si aquello cae, o como la torre de Pisa, no puede
arreglar su persistente inclinación, sentimos que hemos capitulado
definitivamente y entonces la muerte nos sabrá a gloria.
Los hombres no le temen tanto al hambre, a la enfermedad o
la muerte como a la inoportuna y a veces tenaz flaccidez del órgano de la
felicidad, eso es un hecho. Cuando ello ocurre nos parece que todo está
perdido, que ya no tenemos porqué estar en este mundo, pues la principal y más
importante fuente de alegría, se ha transformado de pronto en un montón de
cenizas entre nuestras piernas. Nada valdrá la pena entonces si en la planta
baja se nos va la luz.
Yo, lo juro por todos los santos, no pienso en eso. Todavía no
me ha llegado la hora del derrumbe. Me gusta pensar que la blandura penil no se
hizo para mí. Sigo en lo mío, aunque a veces siento un sospechoso escalofrío
que me recorre el espinazo y termina en mi suelo pélvico ¿Será que…?
Excelente reflexión... pero para qué preocuparse si aún no llega?? Es más... y si llega... a enfrentarlo con hidalguía como el mejor de los guerreros... cada etapa de la vida tiene su encanto...
ResponderBorrarY qué decir de las mujeres??? que aunque no deban alzar el estandarte como los hombres... también les llega esta etapa de "muerte sabiendo a gloria".... lo dejo a tu consideración...Yero..
Lo importante es vivir la vida plenamente. Excelente post. Q tenga un feliz fin de semana. Saludos desde el oasisdeisa
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