lunes, 28 de abril de 2014

Los jefes



Armando Yero La O

Desde que el hombre se bajó del árbol hay jefes. No existen referencias claras de cómo nuestros antepasados ejercían la autoridad, pero no es ocioso pensar que la macana fuera el argumento más persuasivo para ganar el liderazgo. ¿Quién iba a disentir ante un pavoroso garrote?

Miles de años de evolución no han pasado en vano y hoy los jefes dirigen mediante un bien engrasado mecanismo de reglamentos, indicaciones, circulares, directivas y programas cuya finalidad es garantizar “que se cumplan los objetivos trazados” sobre la base de “un uso racional de los recurso materiales, financieros y humanos”.

Sin embargo, la evolución no les ha servido mucho a ciertas personas que en algún momento de su paso por la vida han llegado a ocupar puestos de responsabilidad con la autoridad que de ello se deriva, es decir, ser jefes.

Lo que sí aseguró la evolución fue la evidente y precisa línea que separa y distingue hoy a los Jefes (con mayúsculas) de otros (con tipografía menor) cuya ejecutoria se puede diferenciar al instante, tanto en el modo de hacer las cosas como en los resultados.

Por ejemplo, el Jefe (con mayúsculas) tiene un arsenal de armas perfectamente calibradas para hacer cumplir las tareas, la primera de las cuales es la ejemplaridad.

Este no obliga a sus subordinados a hacer las cosas, sino que los convence. Argumenta con palabras y arrastra con su ejemplo, lo cual significa que posee una percepción muy clara de la relación entre el decir y el hacer.

Otra de sus características es que sabe adaptarse a los inevitables cambios con actitud positiva. Es un protagonista del cambio, no un simple espectador y ve en cada problema una oportunidad para demostrar su talento y el de los demás.

Se compromete con cada nuevo proyecto, confiando en el potencial del equipo que dirige. Sabe delegar funciones y tienen el buen sentido de preparar a su inmediato inferior para que asuma la jefatura cuando llegue el momento, al tiempo que admira y aprende de los mejores, hablando solo lo necesario y escuchando mucho.

Ante un error pregunta ¿qué sucedió? y no ¿quién tuvo la culpa? Saluda a su trabajadores cortésmente y les pregunta siempre por la familia y las cuestiones de trabajo en ese orden. Su frase favorita es “sí, se puede hacer, hagámoslo”.

Es honesto, sabe que es preferible el error limpio al éxito sucio. Pone su mano sobre el fuego antes que faltar al compromiso contraído. Si en algún momento ofende a un subordinado, sabe disculparse  y es capaz de aprender de otros de menor nivel profesional y jerarquía.

Conozco a jefes así y les aseguro que son respetados y queridos por sus trabajadores. Es más, sus subordinados saben que él es el jefe, pero lo miran y lo tratan como a un familiar o un amigo.

Pero hay otros jefes (con minúsculas) para quienes las cosas son más fáciles. No pierden tiempo en convencer a nadie para que se concreten las tareas. Dicen una cosa y hacen otra.

Los errores nunca son suyos. Y si de éxito se trata, se aseguran bien de capitalizarlo a su favor, escamoteando la cuota que corresponde a los demás.

En cada problema ve una amenaza a la tranquilidad de su puesto y por nada del mundo delega que considera importantes y mucho menos prepara a sus subordinados para que lo sustituyan temporal o definitivamente.

Como puede verse, en ambos jefes hay una diferencia notable. El delas mayúsculas emplea el argumento, la inteligencia y el ejemplo personal, mientras que el otro, el de minúsculas, continúa flotando en los tiempos del grito y el garrote.

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