Armando Yero La O
Desde que el hombre se bajó del árbol hay jefes. No existen referencias
claras de cómo nuestros antepasados ejercían la autoridad, pero no es ocioso
pensar que la macana fuera el argumento más persuasivo para ganar el liderazgo.
¿Quién iba a disentir ante un pavoroso garrote?
Miles de años de evolución no han pasado en vano y hoy los
jefes dirigen mediante un bien engrasado mecanismo de reglamentos,
indicaciones, circulares, directivas y programas cuya finalidad es garantizar “que
se cumplan los objetivos trazados” sobre la base de “un uso racional de los
recurso materiales, financieros y humanos”.
Sin embargo, la evolución no les ha servido mucho a ciertas
personas que en algún momento de su paso por la vida han llegado a ocupar
puestos de responsabilidad con la autoridad que de ello se deriva, es decir,
ser jefes.
Lo que sí aseguró la evolución fue la evidente y precisa
línea que separa y distingue hoy a los Jefes (con mayúsculas) de otros (con
tipografía menor) cuya ejecutoria se puede diferenciar al instante, tanto en el
modo de hacer las cosas como en los resultados.
Por ejemplo, el Jefe (con mayúsculas) tiene un arsenal de
armas perfectamente calibradas para hacer cumplir las tareas, la primera de las
cuales es la ejemplaridad.
Este no obliga a sus subordinados a hacer las cosas, sino
que los convence. Argumenta con palabras y arrastra con su ejemplo, lo cual
significa que posee una percepción muy clara de la relación entre el decir y el
hacer.
Otra de sus características es que sabe adaptarse a los
inevitables cambios con actitud positiva. Es un protagonista del cambio, no un
simple espectador y ve en cada problema una oportunidad para demostrar su
talento y el de los demás.
Se compromete con cada nuevo proyecto, confiando en el
potencial del equipo que dirige. Sabe delegar funciones y tienen el buen
sentido de preparar a su inmediato inferior para que asuma la jefatura cuando
llegue el momento, al tiempo que admira y aprende de los mejores, hablando solo
lo necesario y escuchando mucho.
Ante un error pregunta ¿qué sucedió? y no ¿quién tuvo la
culpa? Saluda a su trabajadores cortésmente y les pregunta siempre por la
familia y las cuestiones de trabajo en ese orden. Su frase favorita es “sí, se
puede hacer, hagámoslo”.
Es honesto, sabe que es preferible el error limpio al éxito
sucio. Pone su mano sobre el fuego antes que faltar al compromiso contraído. Si
en algún momento ofende a un subordinado, sabe disculparse y es capaz de aprender de otros de menor
nivel profesional y jerarquía.
Conozco a jefes así y les aseguro que son respetados y
queridos por sus trabajadores. Es más, sus subordinados saben que él es el
jefe, pero lo miran y lo tratan como a un familiar o un amigo.
Pero hay otros jefes (con minúsculas) para quienes las cosas
son más fáciles. No pierden tiempo en convencer a nadie para que se concreten
las tareas. Dicen una cosa y hacen otra.
Los errores nunca son suyos. Y si de éxito se trata, se
aseguran bien de capitalizarlo a su favor, escamoteando la cuota que
corresponde a los demás.
En cada problema ve una amenaza a la tranquilidad de su
puesto y por nada del mundo delega que considera importantes y mucho menos
prepara a sus subordinados para que lo sustituyan temporal o definitivamente.
Como puede verse, en ambos jefes hay una diferencia notable.
El delas mayúsculas emplea el argumento, la inteligencia y el ejemplo personal,
mientras que el otro, el de minúsculas, continúa flotando en los tiempos del
grito y el garrote.
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