Armando Yero La O
Desde que los clientes se convirtieron en “usuarios”, según
las normas del comercio socialista, el cual decíase, garantizaba una mejor
atención que jamás cristalizó, la suerte de los consumidores en la red de establecimientos
comerciales, gastronómicos y de servicios, viene vadeando innumerables escollos
para finalmente encallar en la Protección al Consumidor, conjunto de normas y
medidas encaminadas a defender a los ciudadanos comunes de las violaciones,
maltratos y otras deficiencias que parecen resueltas a no ceder ante
tales disposiciones.
Mucho se ha tratado en los medios de comunicación sobre los
vicios y carencias de la gestión comercial y de servicios a lo largo y ancho
del país, así como de los perjuicios que sufre la población al enfrentar los
aberrantes precios, la pésima calidad de los productos, la mala atención, las
adulteraciones recurrentes y la inoperancia de los mecanismos y estructuras
creadas para supuestamente prevenir esos fenómenos negativos.
La gente reconoce que la prensa ha penetrado en el oscuro
mundo de esa deficiencias institucionales y desidias personales que complican
la vida de los ciudadanos haciéndola más amarga y difícil, pero también aceptan
de mala gana que no pueden ni siquiera acercarse a la cura definitiva de esos
males.
En realidad, no les compete a los medios extirpar el tumor,
pues su papel no es de ejecutor, sino de velador del cumplimiento estricto de
la legalidad. Son las estructuras administrativas, ferozmente ineficientes, las
llamadas a poner fin a las indisciplinas y violaciones que se cometen todos los
días en todos los establecimientos estatales.
Es difícil de entender por qué si el sistema de comercio
cuenta con múltiples mecanismos y estructuras de vigilancia y control (sindicatos,
cuerpos de inspectores, auditores…), nada de eso ha impedido que la ineficiencia
y la conculcación más descarada de los derechos de los consumidores sean el pan
nuestro de cada día. Y lo que es peor, el medio de vida de un verdadero
ejército de administradores y empleados, muchos de los cuales exhiben como
trofeos de guerra las fastuosas casas que se han construido mediante el robo.
Es muy grave para la economía, los consumidores y sobre todo
para la educación y los referentes morales de la sociedad que el bienestar y la
prosperidad no provengan del resultado de la transparente gestión laboral y
empresarial, sino de comportamientos y prácticas negativas y condenables.
En Cuba contamos con varios mecanismos de protección y de
condiciones culturales, sociales y políticas para garantizar los derechos de
los consumidores. El control del Gobierno sobre el comercio y los servicios
debiera allanar el camino hacia fórmulas más expeditas contra las conductas
torcidas de quienes desde el otro lado del mostrador, hacen su agosto a costa
del pueblo.
Sin embargo, tal control parece destinado a ser solo una
presencia en el papel, pues la realidad cotidiana nos demuestra que de la letra
impresa no pasa.
Voluntad y valentía política de reconocer los lunares y de
llevar a cabo transformaciones radicales, las tenemos, pero no basta con ello,
se requiere de mayor energía, de un compromiso firme y de una decisión
definitiva para frenar de una vez las conductas impropias contra quienes
concurren a una bodega, una panadería o cualquier otro establecimiento
comercial.
Y en esa lucha el mayor protagonismo lo tiene el consumidor,
quien debe comenzar por aprender a reclamar sus derechos cuando el dependiente,
por un “involuntario” olvido de la aritmética, le quita cuatro onzas al
picadillo o confunde un litro de leche con un similar de agua de color blanco.
¿Protección al consumidor? Ese es un cuento de ciencia
ficción.
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