Armando Yero La O
El español es un idioma dúctil y expansivo, lleno de
sutilezas, sonoro, elegante, musical. Es un portento de finísimas
construcciones en lo oral y reserva inagotable de sorpresas en lo escrito.
Tiene un ritmo, una cadencia interior únicos. Sus recursos
permiten convertir el peor de los insultos en canto de ángeles.
Es increíble lo que el español puede hacer en términos de
comunicación. Por ejemplo, ¿cómo eludir en leguaje forense la presencia de una
dama que no está a tono con las circunstancias?
Pues sería del siguiente modo: “Señora, por favor,
hágase a un lado y permita descontaminar
la atmósfera de este recinto, dado que su aliento denuncia la ingestión de
alguna sustancia agresiva y exhala usted ese olor que oprime el ambiente”.
En una construcción menos académica el discurso se resumiría
así: “Oye tú échate pa´llá, que tienes tremenda peste a mofuco…”
Otro ejemplo ilustrativo es este relacionado con ese
fenómeno cultural que identifica a los cubanos: el carnaval. Hay un estribillo
que alude a la práctica de la diversión masiva en el territorio oriental de la
isla que de un modo refinado pudiera decirse así: “Señoras y señores, tengan la
bondad de poner a buen recaudo sus extremidades inferiores para evitar que sus protuberancias epidérmicas sufran
los embates del alud humano que pasará dentro de algunos minutos por aquí…” o
lo que es lo mismo: “Abre que voy, cuidao con los callos”.
Nuestro idioma presenta meandros insospechados por cuyos
cauces discurren juntas, alegres y ligeras, las ideas de un hablante refinado y
las de un representante del estamento social más humilde. Veamos.
“No encuentro su figura de fuego, los relámpagos de su risa
no se escuchan. No lo hallo en la brisa de la tarde, lo busco, lo llamo y
pregunto: ¿a dónde te fuiste con tu alegría celestial?” Así lo diría un
eminente catedrático. Pero un simple pueblerino lo resumiría de este modo:
Bururú, barará, dónde está Miguel…?
El contenido enigmático del reclamo, lleno de simbolismos y
metáforas, queda resuelto de manera concisa en la pregunta final. Eso es buen
español, de salón y de calle.
Las cosas más mundanas suenan a coro de ángeles cuando se
emplea bien el lenguaje. Por ejemplo, un cofrade muy dado a los goces intensos
de la carne me relató cómo había sido su última aventura en las verdes praderas
del parque Granma.
“A la bella que accedió a llenar mi transitoria soledad,
hube de retribuirle generosamente por tan humanitario servicio; no regateó nada
porque en el contexto geográfico donde tuvo lugar nuestro intercambio de
fluidos corporales no existían las condiciones ideales”.
¿Es decir, que utilizaste la hierba como colchón? le pregunté
maravillado por su elocuencia. “Sí, fue un encuentro en el que las hormigas
también hicieron lo suyo”, me respondió.
Este mismo amigo me describió luego en perfecto español de
academia, cómo se había sentido en una tórrida cena: “Maticé los sólidos con
unas cuantas copas de Pinilla, las cuales me hicieron recordar las iras de Zeus
y el brebaje que preparan las tres brujas de Macbeth al inicio de la tragedia
shakesperiana. Fue una cagástrofe”.
Pero nuestro idioma, de tan rico y variado, también puede
volverse arma de doble filo. Personas que desconocen el significado de algunos
vocablos harían bien en eliminar esas lagunas. Así se evitarían situaciones
tragicómicas como la de referirse al “extenso prepucio” en lugar de “largo
prefacio”.
O aquel otro que se negó a escribir “cronológico” en un
discurso porque le pareció una palabra obscena y prefirió en cambio “coprofágico”,
término que según leal saber y entender, era más bonito.
Así es el español, lleno de sinuosidades y trampas
semánticas, extraordinario reservorio de recursos estilísticos con los que
podemos embellecer las situaciones más procaces.
Por ello, creo que nuestro idioma descansa en el pináculo de
la comunicación humana. ¡Como me gusta hablar español!
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