Armando Yero La O
Hace unos años el francés Joseph Bove, líder de los antiglobalizadores,
saltó a las primeras planas de los medios de comunicación cuando intentó
destruir un McDonald´s.
No se trataba de un problema de odio a las calorías, sino de
patriotismo. Le parecía que el restaurante norteamericano con sus emblemáticos
arcos amarillos era una amenaza a la identidad de su país.
Y no era la suya una conducta excéntrica, poco antes, y por
razones parecidas, Jack Lang, entonces ministro de Cultura de Francia, le había
declarado la guerra al cine estadounidense con una pasión similar a la que la
Academia Francesa ponía en combatir los americanismos que penetraban en el
idioma.
En Estados Unidos, curiosamente, sucede lo contrario,
florecen las cadenas de comida japonesa, china, vietnamita, italiana o de
cualquier lugar del planeta que tenga algo que ofrecer al voraz paladar
norteamericano.
La paradoja consiste en que mientras medio mundo lucha
contra la influencia americana, como si peligrara la identidad nacional, los
norteños absorben y metabolizan todas las influencias extranjeras, modificando
constantemente el propio perfil del país, sin perder un minuto en la definición
y defensa del “ser americano”, entre otras razones, porque esa criatura, como
el big foot de California, nunca ha podido ser encontrada, y de paso,
americaniza todo lo que puede, incluida la cultura. Ahí está la trampa.
Esa actitud engañosamente abierta es la que ha permitido que
los inmigrantes europeos introdujeran el gran cine, los alemanes le colocaran
su esbelto acento arquitectónico a Nueva York, o los músicos caribeños
potenciaran el jazz latino en el hambriento oído de una sociedad que con el
mismo apetito musical se traga a Los Beatles británicos y al bossa nova
brasilero.
En suma, el fundamento en que descansa el país es muy
simple: el americano como idea platónica, como abstracción, no existe. El
americano, término acuñado para designar un modo de ser en constante evolución,
no es la consecuencia de las virtudes de una incontaminada cultura primigenia,
sino de la capacidad para adoptar y adaptar un talento ajeno que inmediatamente
pasa a ser propio y lo capitaliza de un modo absoluto. Más claramente, es la
globalización de “su” cultura.
Hay actividades peligrosas como la de definir el ser
nacional de la manera en que lo hacen los norteamericanos, o mejor, los “americanos”,
como ellos prefieren ser llamados. Ese es el punto de partida de todos los
fascismos. La Alemania de los nazis no comenzó con Adolfo Hitler, sino con el
nacionalismo cultural, impulsado por Bismarck medio siglo antes.
El horror del holocausto no solo descansaba en un monstruoso
prejuicio sobre la supuesta naturaleza de los judíos, sino la idealización del
arquetipo germano, suma y resumen de todas las virtudes y talentos. Se empieza,
ingenuamente por universalizar los McDonald´s, pero se acaba creando campos de
exterminio.
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