miércoles, 19 de febrero de 2014

Béisbol: al borde del ridículo



Por Carlos M. Álvarez


La Serie del Caribe se pierde del modo más bochornoso en que haya perdido un equipo cubano porque una semana después arriban a La Habana Barry Larkin y Ken Griffey Jr. y a nadie le importa un bledo. Larkin y Griffey Jr. son estadounidenses, pero no iban a invadir la capital, no iban a tomar por asalto los astilleros del puerto o las oficinas del INDER, y menos aún, por Dios, iban a sabotear nuestra pintiparada Feria del Libro.

No eran mensajeros de un complot siniestro, sino legendarios ex Big Leaguers, cargados de nobles propósitos, a los cuales las autoridades deportivas del país, con un invencible gesto de desidia, menospreciaron olímpicamente. La intención de ambos era dialogar de a igual (es eso a lo que aspiramos con los estadounidenses, ¿no?), pero ninguno de los dos fue lo suficientemente efusivo como para que se les tomara en cuenta. Aun así, asistieron a estadios e impartieron sus clínicas de bateo.

Cuando le preguntaron a Griffey Jr. por qué había escogido a Cuba, el hombre respondió que por qué no. Mal paso. Nadie le advirtió a “The Natural” que no bastaba con su disposición para donar implementos, confraternizar, brindar algún que otro consejo. Tal vez si él o Larkin hubieran declarado que Obama ha sido un fracaso, o que el bloqueo económico ya no tiene sentido, no sé, algo que nos sonara a música en los oídos, tal vez así los mandamases del deporte nuestro se habrían desperezado y no hubieran salido con un ridículo y penoso “no nos interesa”, cuando le propusieron que al menos respondieran con una mínima deferencia, con una breve bienvenida a la generosa visita de ambos jugadores.

Pero ni siquiera así. Hace tres años cayeron en La Habana Fernando Signorini, preparador físico de varias selecciones argentinas de fútbol, entre ellas la de México 86, y Mauro Navas, ex volante de clubes europeos de primera división, como Lazio y Racing. Yo los entrevisté, y el grado de utopía para con la realidad cubana era tal, que me dejaron pasmados. Ambos pensaban que aquí podrían llevar a cabo sus proyectos. Ambos creían ver en Cuba un paraíso libre del neoliberalismo, un terreno virgen, ajeno a las leyes despiadadas del mercado del fútbol, del frenético ritmo del canje y la mercancía.

Tenían razón. Cuba estaba libre de todo eso, lo que nadie les explicó es que estos campos sin cultivar habían sido invadidos por el marabuzal de la decrepitud y la burocracia, por tipos de corbata que hablan de movimiento deportivo como si se estuvieran refiriendo a algo más inclusivo, democrático, sensato, y no a sus virulentas y hasta torpes actitudes de terratenientes rusos. Pero déjenlos que corran, ya les llegará la hora impetuosa de la revolución a esos pavones del deporte, que van a envejecer en el exilio de un portal habanero sin pintar ni dar color, mirando cómo se pierden los carriles y la sarcástica espiral de la historia, a su vez, les saca una pista de ventaja.

Mientras, Signorini y Navas lanzaron su mensaje incluso por la Mesa Redonda. Se fueron de Cuba, esperando una respuesta, pero el rancho no les dio entrada. Al día de hoy no sabemos nada de ellos. El fútbol cubano sigue siendo una broma pesada, y aun así, sin haberse movido un ápice de sitio, sin haber aumentado siquiera un córner o un gol de calidad, podemos decir que el fútbol cubano nunca ha estado más cerca del beisbol.

Por suerte, ni Larkin ni Griffey Jr. siguieron el acontecer de la Serie del Caribe. Ambos llegaron con la idea de inmiscuirse, de empaparse de la mística del beisbol cubano. Pero eso, Sr. Griffey Jr., Mr. Larkin, fue exactamente lo que nos robaron. Los cubanos no saben a lo que juegan, no tienen un objetivo. No se divierten, no se entregan. Carecen de agilidad y de compromiso. Son aburridos y predecibles. Son guapos de esquina.

Vladimir García no se cansa de lanzarle pelotazos a Ramón Lunar, luego se agarra los testículos, afuera pide la bola contra Holanda y entonces no pone los pies en el montículo de la cantidad de líneas que recibe. Igual, puede que se retire en Ciego de Ávila, convencido de que hizo historia. Tanto la mencionan que esta generación de peloteros ha terminado creyendo que la historia es cuestión de ganar un play off, o un Torneo Interpuertos en Rotterdam. Han perdido la perspectiva del mérito, del rigor.

Los han educado en la medianía y la satisfacción barata. La vara con la que se conforman -miren si no a Yuliesky Gourriel- mide lo mismo que lo que dura una ovación en algunos de nuestros estadios nacionales. El salto más grande que dará Gourriel en su vida -y no estoy sugiriendo que emigre, por favor, que a ustedes hay que aclarárselo todo- es haberse mudado para este Industriales descafeinado, y aún hay algunos que lo califican como un acto de riesgo. Lo peor es que el muchacho, de tanto PlayStation, todavía se lo cree.

Gourriel posee un talento inmensurable. Gourriel al menos no es aburrido (Despaigne, por ejemplo, se parece al esposo de Emma Bovary), derrocha estilo, yo me deleito viéndolo jugar, pero ya es un símbolo de la época. Le extirparon la mística, la pizca de ambición. No sabe lo que es eso, no tiene un centro que lo fije, una víctima entre ceja y ceja, un verso que perseguir. Con los dividendos de la venta del alma de Gourriel a Mefistófeles, la Federación Cubana de Beisbol solventa su asfixiante rectorado.

Va a seguir por siempre, atontado, casi sin explicárselo, poseído por el dios de la antesala, fallando sobre rolatas inofensivas en el noveno inning, porque en el mundo del deporte a veces suele haber justicia y los designios supremos no van a permitir que ganemos, ni que la estética de Gourriel, sus cinco herramientas, disfracen los escombros, maquillen la demagogia y las medias tintas de nuestros opíparos dirigentes.

Cuba perdió en Isla Margarita más apabullante de lo que realmente su calidad merecía. Podíamos haber caído con mayor dignidad, somos mejores, con infinitamente más potencial del que mostramos, pero el juego nos está llevando al límite de la evidencia, al borde del ridículo, después de habernos lanzado más de un aviso.

Nos hemos vuelto nosotros, el grueso de los aficionados, una ralea chillona y desenfocada. Los habaneros piensan que Industriales hubiera jugado un papel más protagónico. Algunos pobres villaclareños, presuntos caudillos en la Guerra del 68, creen que Yeniet Pérez, un tercera base de segunda fila, habría cumplido una actuación más decente que Gourriel, o que Andy Sarduy, peloterillo de relleno, demostraba con un fildeo merecer la regularidad por encima de José Miguel Fernández.

Algunos pobres villaclareños creían que el equipo les pertenecía, una tesis ingenua que solo se explica por el provincianismo de nuestra filosofía, la falta de acero en el carácter de nuestro beisbol actual, y nuestras sensibilidades aferradas a una falsa representatividad que no es más que miedo al cambio, minoría de edad, todo lo cual, si creemos que el beisbol todavía nos define, nos arrima más al Zanjón que a Baraguá.

Los villaclareños más naranjas, los más patriotas, no tenían razón, pero incluso si la tuvieran, ya deberían haber aprendido que nada nos pertenece. Que hasta lo que te corresponde pende de un hilo. Estábamos prestos a sacrificar nuestro placer, llegamos a pedir que Cuba perdiera de una vez, como una inmolación en nombre del futuro. Pero no es del resultado de lo que debemos prescindir. Creer que la actuación en el I Clásico Mundial, algo que produjo tanta desbocada felicidad, nos envaneció y nos perjudicó a la larga, es una opinión cobarde, la justificación de un país malcriado que no sabe discernir entre método y talento, entre causa y azar, y que, no sin maniqueísmo, ignora cómo sacar partido de los errores que pueblan cada título y de los aciertos que hay en el desliz.

El éxito de una ideología –además de que la ideología nunca es fin- depende de mil cosas antes que de un doble play. Y esto le sirve tanto a los que enarbolaban la actuación de Lazo y Yadel Martí como una garantía del triunfo socialista como a los falsos profetas que ahora ven en Isla Margarita una confirmación de su fracaso. Nada se parece más a los tirios que los troyanos.

Yo no estoy dispuesto a sacrificar mi deleite para que supuestamente unos ciegos abran los ojos. Yo quería pasar a semifinales hasta último momento, ningún federativo ni ningún locutor engolado ha conseguido, hasta ahora, arrebatarme el furor, ese milímetro de irracionalidad, ese pesar ante la derrota. Gane Cuba, o pierda Cuba, nuestra pelota agoniza, y ya ha habido suficientes pruebas de ello como para pensar que el fracaso de la Serie del Caribe demuestra algo que no supiéramos con antelación.

Culpamos a Moré, culpamos a Víctor Mesa, culpamos la elección de los refuerzos, culpamos el prearranque (toda una delicia el temita de un prearranque durante cuatro días). Estos tiros al aire de la afición, me temo, son igualmente dañinos. Quizás ni nosotros mismos tengamos ya razón, apuntando a deportistas o a directores que nada pueden hacer, porque no es un problema ni de atletas ni de managers. Condenamos a Odelín con más ensañamiento que a nadie y es justamente Odelín quien nos devuelve la honra y nos propina, de paso, una soberana bofetada. ¿Conclusión? Nuestros supuestos referentes no lo son: ni Freddy Asiel Álvarez, ni Vladimir García, ni el fallecido Yadier Pedroso, ni el emergente Norge Luis Ruiz, a quien le queda en Cuba, apuesto, poco más de uno o dos años.

Los millones que vale es algo con lo que el país no puede competir, pero nuestros métodos le suman velocidad a los abandonos. La figura de Higinio Vélez me resulta francamente incómoda, me provoca corizas, pero Vélez es un peón, más vale que no lo olvidemos. Su culpa sería, en cualquier caso, no haber dimitido ya, no haber puesto a salvo el decoro personal, o no asumir alguna que otra provechosa iniciativa, pero no abanderar durante años una política que no pasa por sus manos ni depende de su persona.

Vélez bien pudo recibir a Griffey Jr., a quien sus 630 jonrones le alcanzan, si así lo quisiera, hasta para una alcaldía en su país. Pero Griffey Jr. no pretendía usurparle el puesto a Vélez. Griffey Jr. no iba a disputarle el micrófono a Rodolfo García o a cualquier otro hábil embaucador de la palabra. Griffey Jr. nos estaba haciendo un favor, y no nosotros a él. En apenas dos días, según ha trascendido, encontró un par de defectos en la mecánica de bateo de Yuliesky Gourriel, y corrigió la posición del pie en un niño de doce años, quien después del consejo comenzó a soltar soberanas líneas por el centro del terreno.

Quizás sea ese el pelotero que nos salve de aquí a diez años, pero si no lo es, igual ya Griffey Jr. y Barry Larkin, sin haberse esforzado demasiado, hicieron más por la pelota cubana que sus directivos y narradores. A su vez, el diario Granma del pasado 12 de febrero insinúa que la debacle actual del voleibol femenino cubano, nueve derrotas consecutivas en el Grand Prix, se debe a la falta de responsabilidad de las muchachas.

1 comentario:

  1. La pelota cubana ya cayo al riduculo amigo, no esta en el borde. Ya dejamos de ser favorite, dejamos de ser poltencia pelotera, ya Cuba no es nada en la pelota amigo. Aunque verdad es que seguimos hacienda buenisimos peloteros, pero como el INDER apesta, entonces no se logra nada. Mira en Grandes Ligas, cinco cubanos 2014 en el juego de estrellas y Cespedes descocieno la pelota. Por que estos cubanos no pueden jugar para Cuba en el clasico, saben por que, pues porque el INDER es una organisacion arcaica y obsoluta.

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