Por Carlos M. Álvarez
La Serie del Caribe se pierde del modo más bochornoso en que
haya perdido un equipo cubano porque una semana después arriban a La Habana
Barry Larkin y Ken Griffey Jr. y a nadie le importa un bledo. Larkin y Griffey
Jr. son estadounidenses, pero no iban a invadir la capital, no iban a tomar por
asalto los astilleros del puerto o las oficinas del INDER, y menos aún, por
Dios, iban a sabotear nuestra pintiparada Feria del Libro.
No eran mensajeros de un complot siniestro, sino legendarios
ex Big Leaguers, cargados de nobles propósitos, a los cuales las autoridades
deportivas del país, con un invencible gesto de desidia, menospreciaron
olímpicamente. La intención de ambos era dialogar de a igual (es eso a lo que
aspiramos con los estadounidenses, ¿no?), pero ninguno de los dos fue lo
suficientemente efusivo como para que se les tomara en cuenta. Aun así,
asistieron a estadios e impartieron sus clínicas de bateo.
Cuando le preguntaron a Griffey Jr. por qué había escogido a
Cuba, el hombre respondió que por qué no. Mal paso. Nadie le advirtió a “The
Natural” que no bastaba con su disposición para donar implementos,
confraternizar, brindar algún que otro consejo. Tal vez si él o Larkin hubieran
declarado que Obama ha sido un fracaso, o que el bloqueo económico ya no tiene
sentido, no sé, algo que nos sonara a música en los oídos, tal vez así los
mandamases del deporte nuestro se habrían desperezado y no hubieran salido con
un ridículo y penoso “no nos interesa”, cuando le propusieron que al menos
respondieran con una mínima deferencia, con una breve bienvenida a la generosa
visita de ambos jugadores.
Pero ni siquiera así. Hace tres años cayeron en La Habana
Fernando Signorini, preparador físico de varias selecciones argentinas de
fútbol, entre ellas la de México 86, y Mauro Navas, ex volante de clubes
europeos de primera división, como Lazio y Racing. Yo los entrevisté, y el
grado de utopía para con la realidad cubana era tal, que me dejaron pasmados.
Ambos pensaban que aquí podrían llevar a cabo sus proyectos. Ambos creían ver
en Cuba un paraíso libre del neoliberalismo, un terreno virgen, ajeno a las
leyes despiadadas del mercado del fútbol, del frenético ritmo del canje y la
mercancía.
Tenían razón. Cuba estaba libre de todo eso, lo que nadie
les explicó es que estos campos sin cultivar habían sido invadidos por el
marabuzal de la decrepitud y la burocracia, por tipos de corbata que hablan de
movimiento deportivo como si se estuvieran refiriendo a algo más inclusivo,
democrático, sensato, y no a sus virulentas y hasta torpes actitudes de
terratenientes rusos. Pero déjenlos que corran, ya les llegará la hora
impetuosa de la revolución a esos pavones del deporte, que van a envejecer en
el exilio de un portal habanero sin pintar ni dar color, mirando cómo se
pierden los carriles y la sarcástica espiral de la historia, a su vez, les saca
una pista de ventaja.
Mientras, Signorini y Navas lanzaron su mensaje incluso por
la Mesa Redonda. Se fueron de Cuba, esperando una respuesta, pero el rancho no
les dio entrada. Al día de hoy no sabemos nada de ellos. El fútbol cubano sigue
siendo una broma pesada, y aun así, sin haberse movido un ápice de sitio, sin
haber aumentado siquiera un córner o un gol de calidad, podemos decir que el
fútbol cubano nunca ha estado más cerca del beisbol.
Por suerte, ni Larkin ni Griffey Jr. siguieron el acontecer
de la Serie del Caribe. Ambos llegaron con la idea de inmiscuirse, de empaparse
de la mística del beisbol cubano. Pero eso, Sr. Griffey Jr., Mr. Larkin, fue
exactamente lo que nos robaron. Los cubanos no saben a lo que juegan, no tienen
un objetivo. No se divierten, no se entregan. Carecen de agilidad y de compromiso.
Son aburridos y predecibles. Son guapos de esquina.
Vladimir García no se cansa de lanzarle pelotazos a Ramón
Lunar, luego se agarra los testículos, afuera pide la bola contra Holanda y
entonces no pone los pies en el montículo de la cantidad de líneas que recibe.
Igual, puede que se retire en Ciego de Ávila, convencido de que hizo historia.
Tanto la mencionan que esta generación de peloteros ha terminado creyendo que
la historia es cuestión de ganar un play off, o un Torneo Interpuertos en Rotterdam.
Han perdido la perspectiva del mérito, del rigor.
Los han educado en la medianía y la satisfacción barata. La
vara con la que se conforman -miren si no a Yuliesky Gourriel- mide lo mismo
que lo que dura una ovación en algunos de nuestros estadios nacionales. El
salto más grande que dará Gourriel en su vida -y no estoy sugiriendo que
emigre, por favor, que a ustedes hay que aclarárselo todo- es haberse mudado
para este Industriales descafeinado, y aún hay algunos que lo califican como un
acto de riesgo. Lo peor es que el muchacho, de tanto PlayStation, todavía se lo
cree.
Gourriel posee un talento inmensurable. Gourriel al menos no
es aburrido (Despaigne, por ejemplo, se parece al esposo de Emma Bovary),
derrocha estilo, yo me deleito viéndolo jugar, pero ya es un símbolo de la
época. Le extirparon la mística, la pizca de ambición. No sabe lo que es eso,
no tiene un centro que lo fije, una víctima entre ceja y ceja, un verso que
perseguir. Con los dividendos de la venta del alma de Gourriel a Mefistófeles,
la Federación Cubana de Beisbol solventa su asfixiante rectorado.
Va a seguir por siempre, atontado, casi sin explicárselo,
poseído por el dios de la antesala, fallando sobre rolatas inofensivas en el
noveno inning, porque en el mundo del deporte a veces suele haber justicia y
los designios supremos no van a permitir que ganemos, ni que la estética de
Gourriel, sus cinco herramientas, disfracen los escombros, maquillen la
demagogia y las medias tintas de nuestros opíparos dirigentes.
Cuba perdió en Isla Margarita más apabullante de lo que
realmente su calidad merecía. Podíamos haber caído con mayor dignidad, somos
mejores, con infinitamente más potencial del que mostramos, pero el juego nos
está llevando al límite de la evidencia, al borde del ridículo, después de
habernos lanzado más de un aviso.
Nos hemos vuelto nosotros, el grueso de los aficionados, una
ralea chillona y desenfocada. Los habaneros piensan que Industriales hubiera
jugado un papel más protagónico. Algunos pobres villaclareños, presuntos
caudillos en la Guerra del 68, creen que Yeniet Pérez, un tercera base de
segunda fila, habría cumplido una actuación más decente que Gourriel, o que
Andy Sarduy, peloterillo de relleno, demostraba con un fildeo merecer la
regularidad por encima de José Miguel Fernández.
Algunos pobres villaclareños creían que el equipo les
pertenecía, una tesis ingenua que solo se explica por el provincianismo de
nuestra filosofía, la falta de acero en el carácter de nuestro beisbol actual,
y nuestras sensibilidades aferradas a una falsa representatividad que no es más
que miedo al cambio, minoría de edad, todo lo cual, si creemos que el beisbol
todavía nos define, nos arrima más al Zanjón que a Baraguá.
Los villaclareños más naranjas, los más patriotas, no tenían
razón, pero incluso si la tuvieran, ya deberían haber aprendido que nada nos
pertenece. Que hasta lo que te corresponde pende de un hilo. Estábamos prestos
a sacrificar nuestro placer, llegamos a pedir que Cuba perdiera de una vez,
como una inmolación en nombre del futuro. Pero no es del resultado de lo que
debemos prescindir. Creer que la actuación en el I Clásico Mundial, algo que
produjo tanta desbocada felicidad, nos envaneció y nos perjudicó a la larga, es
una opinión cobarde, la justificación de un país malcriado que no sabe
discernir entre método y talento, entre causa y azar, y que, no sin
maniqueísmo, ignora cómo sacar partido de los errores que pueblan cada título y
de los aciertos que hay en el desliz.
El éxito de una ideología –además de que la ideología nunca
es fin- depende de mil cosas antes que de un doble play. Y esto le sirve tanto
a los que enarbolaban la actuación de Lazo y Yadel Martí como una garantía del
triunfo socialista como a los falsos profetas que ahora ven en Isla Margarita
una confirmación de su fracaso. Nada se parece más a los tirios que los troyanos.
Yo no estoy dispuesto a sacrificar mi deleite para que
supuestamente unos ciegos abran los ojos. Yo quería pasar a semifinales hasta
último momento, ningún federativo ni ningún locutor engolado ha conseguido,
hasta ahora, arrebatarme el furor, ese milímetro de irracionalidad, ese pesar
ante la derrota. Gane Cuba, o pierda Cuba, nuestra pelota agoniza, y ya ha
habido suficientes pruebas de ello como para pensar que el fracaso de la Serie
del Caribe demuestra algo que no supiéramos con antelación.
Culpamos a Moré, culpamos a Víctor Mesa, culpamos la
elección de los refuerzos, culpamos el prearranque (toda una delicia el temita
de un prearranque durante cuatro días). Estos tiros al aire de la afición, me
temo, son igualmente dañinos. Quizás ni nosotros mismos tengamos ya razón,
apuntando a deportistas o a directores que nada pueden hacer, porque no es un
problema ni de atletas ni de managers. Condenamos a Odelín con más ensañamiento
que a nadie y es justamente Odelín quien nos devuelve la honra y nos propina,
de paso, una soberana bofetada. ¿Conclusión? Nuestros supuestos referentes no
lo son: ni Freddy Asiel Álvarez, ni Vladimir García, ni el fallecido Yadier
Pedroso, ni el emergente Norge Luis Ruiz, a quien le queda en Cuba, apuesto,
poco más de uno o dos años.
Los millones que vale es algo con lo que el país no puede
competir, pero nuestros métodos le suman velocidad a los abandonos. La figura
de Higinio Vélez me resulta francamente incómoda, me provoca corizas, pero
Vélez es un peón, más vale que no lo olvidemos. Su culpa sería, en cualquier
caso, no haber dimitido ya, no haber puesto a salvo el decoro personal, o no
asumir alguna que otra provechosa iniciativa, pero no abanderar durante años
una política que no pasa por sus manos ni depende de su persona.
Vélez bien pudo recibir a Griffey Jr., a quien sus 630
jonrones le alcanzan, si así lo quisiera, hasta para una alcaldía en su país.
Pero Griffey Jr. no pretendía usurparle el puesto a Vélez. Griffey Jr. no iba a
disputarle el micrófono a Rodolfo García o a cualquier otro hábil embaucador de
la palabra. Griffey Jr. nos estaba haciendo un favor, y no nosotros a él. En
apenas dos días, según ha trascendido, encontró un par de defectos en la
mecánica de bateo de Yuliesky Gourriel, y corrigió la posición del pie en un
niño de doce años, quien después del consejo comenzó a soltar soberanas líneas
por el centro del terreno.
Quizás sea ese el pelotero que nos salve de aquí a diez
años, pero si no lo es, igual ya Griffey Jr. y Barry Larkin, sin haberse
esforzado demasiado, hicieron más por la pelota cubana que sus directivos y
narradores. A su vez, el diario Granma del pasado 12 de febrero insinúa que la
debacle actual del voleibol femenino cubano, nueve derrotas consecutivas en el
Grand Prix, se debe a la falta de responsabilidad de las muchachas.
La pelota cubana ya cayo al riduculo amigo, no esta en el borde. Ya dejamos de ser favorite, dejamos de ser poltencia pelotera, ya Cuba no es nada en la pelota amigo. Aunque verdad es que seguimos hacienda buenisimos peloteros, pero como el INDER apesta, entonces no se logra nada. Mira en Grandes Ligas, cinco cubanos 2014 en el juego de estrellas y Cespedes descocieno la pelota. Por que estos cubanos no pueden jugar para Cuba en el clasico, saben por que, pues porque el INDER es una organisacion arcaica y obsoluta.
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