Por Armando Yero La O
Hace poco presencié un acto que por su expresión violenta y discriminatoria, me pareció indigno. Un joven de tranquila apariencia fue brutalmente sacado de una cola donde pretendía comprar algunos productos agrícolas. ¿La razón? Era un “flojito”, según la opinión de quienes la emprendieron a empujones y amenazas contra él.
No sé si era lo que los cavernícolas del molote le gritaban
o no, pero de lo cual sí estoy seguro es de que se trataba de un ser humano
cuya dignidad personal fue ultrajada gratuitamente, sin una razón lógica y
mucho menos aceptable.
Que alguien sea “blandito” o “rarito” (en lenguaje cubano
empleamos un epíteto de mayor sonoridad y contundencia, por ejemplo, MARICÓN)
no es razón suficiente para conculcar su derecho de comprar unos boniatos o
caminar libremente por las calles de este país.
Sentí compasión por el muchacho, quien con lágrimas de
impotencia, se esfumó del lugar lleno de miedo, por lo que pudiera sucederle a
manos de aquellos trogloditas obnubilados por el alcohol y la intolerancia.
Por contraste, el incidente me hizo recordar la película
cubana Fresa y Chocolate (1993), de los directores Tomás Gutiérrez Alea y Juan
Carlos Tabío, que puso sobre el tapete el escabroso tema de la homosexualidad,
abriendo con ello una polémica nacional aceptada por unos y otros, es decir,
por quienes presumen de su masculinidad de acero-níquel y los que llevan en el
alma el delicado aleteo de las mariposas.
A partir del ya clásico filme de Titón, varios productos
comunicativos audiovisuales difundidos por la televisión cubana mostraron, unas
veces de manera tangencial y otras de forma más directa, a personajes
homosexuales. También en el teatro, las artes plásticas y la literatura, la
gelatinosa figura del gay era presencia habitual.
Quedó clara, al menos en las manifestaciones artísticas de
los años noventa, una mayor libertad a la hora de expresar la diversidad
sexual. Parecía haber quedado atrás la fuerte actitud homofóbica en todos los
planos de la sociedad cubana que entre los años 60-80 obligó a muchos
homosexuales a esconder su orientación sexual y en casos extremos a marcharse
del país.
Por tanto, me pareció contradictorio que en una Revolución,
que rompió con los más disímiles estereotipos, todavía mucha gente no haya
podido desconstruir tal modelo, pero sucede que estos procesos interactúan en
las complicadas matrices de las identidades masculinas, poco dadas a los
cambios por decretos.
A pesar de que hoy la sociedad cubana es mucho más
multirracial y diversa en su sexualidad, que en épocas anteriores, la
intolerancia contra quienes tienen preferencias sexuales distintas continúan
rayando en peligrosas manifestaciones de vandalismo como la narrada al inicio
de esta columna.
La Revolución ha luchado contra las expresiones del machismo
relacionado con las mujeres, pero se ha mantenido intransigente con respecto a
los propios hombres: no se han cambiado los valores de la masculinidad
hegemónica, lo cual lleva a la negación de lo diferente y de ahí a la
discriminación y la violencia.
Contribuir a transformar modelos de masculinidades
encerradas en soluciones sin salidas, podría ser uno de los más loables aportes
de los estudios sobre la diversidad sexual. Pero estos cambios, ahí está la
historia del feminismo para demostrarlo, tardan años y hasta siglos para llegar
a resultados concretos. Ojalá las reflexiones y el debate, ayuden finalmente a
respetar la libre decisión de quienes prefieren ser “ellas” y no ellos.
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