Armando Yero La O
Los coches bayameses, verdaderos símbolos de la ciudad del
Himno Nacional, han comenzado a ser protagonistas de una especie de leyenda
negra que amenaza con empañar la innegable valía de esta pieza inigualable de
nuestra urdimbre histórica, no por una supuesta decadencia respecto a los
modernos vehículos automotores, sino por una repudiable práctica de los
cocheros: el trato cruel y despiadado que le dan a sus animales de tiro.
Los cocheros, esos personajes que látigo en mano, empotrados
en el pescante cual Júpiter moderno se empecinan en hacer volar a sus bestias a
fuerza de golpes, gritos y groserías, merecen la repulsa popular y hasta la invalidación
definitiva de sus licencias operativas.
No todos, por supuesto, pero sí una buena parte de ellos son
adalides de la insensibilidad y el maltrato para con sus animales. Ya casi se
ha convertido en norma la ocurrencia de escenas repulsivas por el nivel de
crueldad con que algunos cocheros intentan hacer andar a los nobles brutos
cuando ya no pueden, literalmente, halar la pesada carga.
En cualquier parte de la ciudad se puede observar uno de
estos episodios detestables. Hay que tener coraje para ver la escandalosa
porfía entre caballo y cochero cuando el primero, desplomado por la abusiva
carga, no puede apenas dar un paso más y el segundo arremete a palos contra el
indefenso animal no ya para hacerlo caminar, sino correr.
He visto cómo enceguecido por la brutalidad, un cochero ha
hecho sangrar a su caballo porque el cuadrúpedo está tan agotado y famélico que
solo le falta morirse o acabar de ser matado en plena calle por su dueño.
Esas escenas hieren la sensibilidad de la gente. Quien tenga
un mínimo de respeto por los animales y más por el caballo, que tantos
servicios le presta al hombre, no puede permanecer impasible.
En su afán lucrativo, muchos cocheros enganchan las bestias
sin el suficiente entrenamiento para el tiro. Como es de suponer, cuando suena
el primer chasquido, el coche se convierte en un potencial peligro para
transeúntes y vehículos, porque el caballo sólo atina a correr en la creencia
de que se librará del martirio del látigo.
Acabo de presenciar quizás la peor de esas escenas
execrables. Justo antes de cruzar la vía férrea que divide la ciudad en dos, un
caballo cayó desfallecido sobre los rieles, no aguantaba más. El cochero bajó
de su trono e intentó vanamente hacerlo caminar mediante una lluvia de patadas
y bastonazos hasta que el suelo comenzó a teñirse de rojo. Fue una réplica
tropical del circo romano.
Cuando veo tales espectáculos quisiera invertir el cuadro y
poner el cochero en el lugar del caballo. No hay mejor aprendizaje que la
experiencia en carne propia.
A pesar de todo, me queda el consuelo de saber que no todos
los cocheros son sinónimo de barbarie. Los hay que hasta besan a sus bestias,
esos son los que cuentan.
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