Clara Maylín Castillo
CULTURA / Eventos
La mayor expectativa de asistir a un evento de carácter
tradicional consiste en esa emoción de revivir las experiencias más elementales
de nuestra idiosincrasia, de extasiarse en un contexto que resuma la cubanía
velada desde los tiempos de antaño, de regodearnos en la viva definición de lo
que somos.
De expectativas con respecto a la Feria de las Flores oí
hablar esta mañana en la prolongación de la calle bayamesa General García,
claro, de las expectativas de los organizadores, pues las mías me habían abandonado
ya, con toda razón, desde el inicio del espectáculo de apertura.
A aquella festividad surgida en el pasado siglo le hizo
honor el mariachi Tierra Brava, con la interpretación de la ranchera “Aquí vine
porque vine a la Feria de las Flores” de Jorge Negrete. Sin embargo, no tardó
en sobrevenir el fiasco, representado por las 21 jóvenes aspirantes a Reina que
en su mayoría – sin temor a lindar los desmanes – no tienen condiciones físicas
para llevar sobre sus frentes la diadema del concurso.
Incluso la falta de esplendor corporal podría ser soslayada
por los más dados a la misericordia, pero ignorar la carencia de un acervo
cultural amplio, requisito del certamen, sería imperdonable a alguien que se
precie de poseer un juicio crítico.
Quienes observaron la presentación de las concursantes, sus
estalajes, convendrán conmigo en que no es necesario inquirirlas sobre la
historia, las artes plásticas o la literatura para comprobar la vacuidad
cognoscitiva imperante. Bastaba advertir la falta de tino a la hora de escoger
el vestuario para reconocer no solo la inexistencia de un conocimiento, sino
una voluntaria o involuntaria irreverencia ante la tradición.
Mi imaginación por lo general es bastante fructífera, pero
debo confesar que tengo una estrechez mental con respecto al descalabro, porque
nunca pensé ver como vestidos de las muchachas shores, chancletas, pitusas,
blusas estampadas según el último grito de la moda (mejor dicho, el último
chillido de la moda asimilada y chapuceada en el país), botines importados y
cuantos ornamentos rigen hoy la imagen ordinaria de nuestros coterráneos. La
visión era bastante pintoresca y el pensamiento posible uno solo: alguien, por
mero pasatiempo, podía haber sacado un grupo de muchachas al azar de la Casa de
la Fiesta o del centro recreativo Mi tumbao.
Unos diez minutos después de semejante presentación y de las
palabras inaugurales, pronunciadas por Denia Montejo, Presidenta del Consejo
Popular San Juan El Cristo, se hizo en el escenario un silencio de una media
hora, un vacío que nadie agradeció teniendo en cuenta la impiedad del sol y las
constantes voces de ultimátum del hastío.
Cuando por fin “se hizo la luz”, los problemas de audio se
sumaron a los fallos y matizaron el ambiente mientras duró el espectáculo de la
Casa de la Cultura “20 de Octubre”. En relación a tales actuaciones podría
hacer una enumeración triste: interrupciones de números por dificultades del
audio, lapsos demasiado extendidos entre las propuestas, bailes de danzón con
el reiterado pitusa y, acaso lo peor, Gente de Zona, Yuli y Habana C y otras
deidades de turno en la farándula nacional, acompañando las coreografías y
sepultando el dulce recuerdo de nuestra música más tradicional. Durante todo
ese tiempo pude sonreír solo una vez, cuando una colega buscaba vehementemente
a quien dirigía el espectáculo, descubriendo al final que, para mi sorpresa,
existía un guión.
Apartándome un tanto del aspecto escénico, debo apuntar que
no encontré flores hermosas, variadas, en exposición, capaces de resaltar ante
la retina humana como debía suceder en una Feria que las honra. Por lo demás,
la gastronomía se lució allí con lo mismo de siempre, panes con mortadella,
croqueta, refrescos, y como veta tradicional, como una de nuestras costumbres
imprescindibles, se exhibió en venta una porción de un cerdo asado en una de
las mesas, un cerdo que nadie sabe si fue asado en púa según la tradición y que
cualquiera podía sospechar había sido dorado días antes.
En las palabras inaugurales del evento escuché aludir a los
500 años de la villa San Salvador de Bayamo. Luego, cuando presencié el
naufragio y lo contrasté con la trascendencia de tal acontecimiento, comprobé
que en determinados contextos es más saludable ahorrarse ciertas frases. Por
qué justamente en vísperas del medio siglo de este terruño no se garantizó una
arrancada digna a la Feria de las Flores, por qué hubo una actividad mediocre
en lugar de un suceso marcado por las galas de la tradición, no son preguntas
que yo esté capacitada para contestarme, pero sé que sus respuestas deben estar
en los labios de alguien, tal vez para condenarse al silencio o para
enmascararse con justificaciones. Lo cierto es que la insuficiencia de recursos
no puede seguir apuntalando las roñosas fortificaciones de la incapacidad o la
negligencia; debería dejar de ser la excusa que da vía libre a toda clase de
despropósitos.
Por mi parte, agradecí al destino nunca haber estado en una
edición anterior de la Feria para no compartir la decepción que se trabó en la
garganta de otros. El tiempo perdido y la rápida caída de mis expectativas,
fueron sanados a medias por una terapia enajenante, de notoria conmiseración,
necesaria para garantizarme la supervivencia en tiempos de desgaste. Mi
conclusión se redujo a un simple enunciado, discutible, pero ya cubierto con
los velos del olvido: hoy en la mañana asistí a una parodia.
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