martes, 12 de marzo de 2013

Las luces en el túnel



Por Clara Maylín Castillo

Un día vi una foto de una persona con VIH que había fallecido e hice un comentario: “Qué lástima. Yo pienso que nunca vaya a morir de eso”.

Demasiado joven para creer en el infortunio, para entender el Virus de Inmunodeficiencia Humana como algo distinto a esa quimera destructiva que irrumpe, intempestiva, asoladoramente, en el mundo real de los otros. Yosmel Ramos Coronado padecía la ingenuidad propia del espíritu adolescente.

Caminaba por las calles de su Bayamo natal, trabajando a los 16 años para ayudar a su madre discapacitada, arrebatado el calor paterno por la sombra de la muerte, pero confiado, a pesar de sus cuitas familiares, en su alegría de vivir y en el futuro plegado en forma de crisálida que comenzaría a despertar con el desarrollo de su ánimo juvenil. Sus planes sufrirían una sacudida sin presagios. En breve aprendería que la vida no se hace esperar mucho para plantar sus ironías.

A los 18 años empecé a tener relaciones sexuales. No era promiscuo, ni me protegía, porque no sabía nada. Contraje la enfermedad con mi segunda pareja, a esa misma edad, y me salió muy rápido después de un año de relación. En mi trabajo hicieron una pesquisa de VIH y yo me hice la prueba. Como al mes me localizaron en el policlínico René Vallejo donde trabajaba para decirme que el análisis me había dado alterado. Yo me traumaticé ahí mismo, porque no sabía nada de la vida. Me fui para la casa muy triste. No comenté nada, porque al otro día tenía que repetirme la prueba en la clínica Céspedes. No quería ver más a mi pareja; dejé de hablarle un tiempo. Muchas amistades de él me llamaron y me dijeron que él sí lo sabía, lo que quería infectarme para que nunca lo dejara. Eso me dijeron, pero yo pienso que no haya sido así, porque él se enteró por mí y cuando se le detectó ya era un caso SIDA.

Me enfrenté solo al problema hasta que me lo confirmaron. Yo decía “esto no me puede estar sucediendo a mí”. No sabía cómo iban a reaccionar los demás. Ellos ni siquiera sabían que era gay, porque yo no andaba por ahí ni se me notaba nada. Tenía mucho miedo. Pensaba que me iba a morir. Ese día llegué a mi casa muy mal. Empecé a llorar en el cuarto y mi madre, mi hermana, mi tía, me preguntaban la causa del llanto. Todo el mundo empezó a llorar, la casa se llenó de gente, y yo decía que no me pasaba nada hasta que dije “Estoy enfermo. Tengo VIH”. Ahí todo el mundo empezó a gritar más y que quién te hizo eso, vamos a matar a esa persona que te ha desgraciado la vida.

Al día siguiente tenía que ingresar en el sanatorio que había aquí en Bayamo. Me llevó un tío mío, y allí él supo que yo había tenido relaciones con otro hombre. Toda mi familia se sorprendió. Mi mamá dijo que me apoyaría porque antes que todo soy su hijo.. Así que nunca me rechazaron por la enfermedad ni por ser homosexual. Incluso me preguntaron que por qué no lo había dicho antes, que ellos por mí dan la vida. Mis vecinos también me apoyaron, hasta iban a verme al sanatorio.

Allí nos enseñaban a convivir y a comportarnos con la enfermedad. Aprendes todo sobre medicamentos, se eleva tu autoestima y te concientizas mucho de que no debes infectar a nadie, que cada vez que vayas a tener una relación sexual con una persona debes decirle que estás enfermo, aunque yo pienso que no es lo más importante. Lo más importante es protegerse con todo el mundo. Al poco tiempo de estar allí entró el muchacho que me había contagiado. Yo recapacité y actualmente somos amigos.

Por mi comportamiento estuve solo tres meses en el sanatorio y me seleccionaron para trabajar en el Centro Provincial de Promoción de la Salud. Allí estuve un tiempo, atendiendo a las personas que viven con VIH. Después fui para el hospital Céspedes de auxiliar de enfermería en el laboratorio y ahora soy portero del restaurant La España. En todos los trabajos me aceptaron sin poner un pero y nos llevamos de maravilla. Jamás fui discriminado por nada, hasta me consideran cuando me siento mal. Y en el barrio todos me quieren, tanto que desde hace cinco años soy el presidente de mi CDR.

Me encanta el trabajo como voluntario. He conocido a personas de varias provincias, he hecho amistades, tenemos una línea de apoyo muy buena, un equipo de ayuda mutua de 21 personas. Todos los meses nos rotamos por casa para dar actividades. Ahí hablamos de cualquier cosa menos de VIH, de nuestros problemas, de la casa, escuchamos música, hacemos merienda. También vamos a las comunidades como La Mosquera y hacemos prevención repartiendo condones, dialogando con las personas.

Vivir con VIH es ser una persona igual que otra. Mi pareja actual está sana. Llevamos un año de relación. Él aceptó porque nos conocíamos de antes y dijo que mi enfermedad no era un obstáculo, que lo que le importaba era que yo lo cuidara. Mi familia acepta la relación. Ellos dejan que vaya a mi casa al igual que mis amistades. Y yo tengo muchísimas amistades que me adoran. No soy yo quien los busco a  ellos, sino al revés. Van a mi casa todos los días a compartir, a ver una película, a reírnos. Me imagino que sea así por mi comportamiento, y sobre todo porque yo me doy a querer. Si algo agradezco es esa aceptación. Porque muchas personas piensan que la aceptación depende de la cultura de las personas y no es cierto. La aceptación tiene que ver con el tipo de persona que sean.

Yo tengo amistades gays que sus padres son médicos, profesionales, y no los aceptan. Mi mamá, por el contrario, tiene un sexto grado, mis abuelos no estudiaron, y sin embargo me apoyan. Gracias a ellos he sobrevivido. Yo pensaba que tener VIH era lo mismo que estar muerto y ya llevo 10 años con la enfermedad, sintiéndome bien y con planes para mi vida. El milagro estuvo, estoy seguro, en las palabras de mi madre cuando se enteró de todo׃ “tú eres como eres y yo te acepto así”. En esa frase estuvo mi fuerza.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario